La ofensiva genocida de Israel en Gaza cambió de ritmo, pero mantiene su objetivo letal
Las intenciones diabólicas del Gobierno de Benjamín Netanyahu aplastan las esperanzas de los palestinos de poner fin a su sufrimiento. La paz sigue siendo una ilusión para el enclave sitiado. La ofensiva cambió de ritmo, pero el genocidio sigue.
La sombría realidad sobre el terreno habla por sí sola.
Resulta evidente que el tan publicitado alto el fuego en Gaza es un eufemismo: una excusa vaga de tregua que ha creado la ilusión peligrosa de que la vida de la población de la devastada Gaza ha vuelto a la normalidad.
Pero esto es una ilusión, ya que las fuerzas israelíes “siguen cometiendo genocidio contra los palestinos en Gaza al infligir deliberadamente condiciones de vida calculadas para provocar su destrucción física”, afirmó Amnistía Internacional en un informe publicado el mes pasado.
Esto incluye —añadió el informe— la imposición deliberada de obstáculos a la entrega de ayuda humanitaria y los bombardeos letales contra objetivos civiles, ambos prohibidos por el acuerdo de alto el fuego.
En resumen, la ofensiva genocida de Israel no ha terminado. Simplemente ha cambiado de ritmo. Los asesinatos gratuitos de civiles no se han detenido, ni tampoco el uso del hambre como arma de guerra.
Las imágenes de pesadilla que nos hemos acostumbrado a ver a diario durante los últimos dos años en este pequeño y atormentado enclave no dan señales de disminuir. Sostener lo contrario solo despertaría serias dudas sobre la capacidad profesional del oftalmólogo.
Un espejismo llamado paz
A poco más de dos meses de la firma de este alto el fuego, el 10 de octubre, más de 400 palestinos han sido masacrados, incluidos decenas de niños. Además, al menos 100 niños murieron por desnutrición e hipotermia.
En un solo día, el 19 de octubre, el ejército israelí llevó a cabo varios ataques aéreos en distintas zonas del enclave, matando a 53 hombres palestinos y a 12 niños. Los bombardeos se produjeron en respuesta a lo que el ejército israelí calificó como un “ataque” contra soldados por parte de un hombre armado en Rafah.
Hay que repetirlo: ¡mataron a doce niños!
Pilotos sentados en cabinas climatizadas de sus cazas arrojaron bombas sobre objetivos civiles y mataron deliberadamente a esos niños. Luego, ese mismo día regresaron a casa para abrazar a sus hijos, cenar y quizá relajarse escuchando la Sonata Claro de Luna, totalmente indiferentes a la devastación humana que habían causado horas antes.
Ricardo Pires, portavoz del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef), confirmó a periodistas el 24 de noviembre que el día anterior, por la mañana, “una bebé niña murió en Jan Yunis por un ataque aéreo, mientras que el día anterior siete niños fueron asesinados en Ciudad de Gaza y en el sur (del enclave)”.
Añadió que “los ataques aéreos y las agresiones en curso atribuidos a las fuerzas israelíes en Gaza continúan matando y mutilando a personas de todas las edades en el enclave devastado, pese al cese del fuego acordado”, y que desde el 11 de octubre –el día en que la tregua entró en vigencia– los niños palestinos en Gaza han muerto a un “promedio de dos al día”.
Varios días después, el 29 de noviembre, dos hermanos de Gaza, de 11 y 8 años, fueron asesinados por un dron israelí mientras recogían leña cerca de una escuela que albergaba a personas desplazadas en la localidad de Beit Suheila.
Y esto sigue y sigue ocurriendo. Conviene recordar cómo, inmediatamente después de conocerse la noticia del alto el fuego, se vio a palestinos en Gaza bailando de alegría. Pensaban que desde ese momento se levantaría el asfixiante asedio al que su enclave había sido sometido durante lo que parecía una eternidad, y que por fin llegaría aquello de lo que habían sido privados durante dos largos y agonizantes años: alimentos, medicinas, agua potable, atención sanitaria y quizá ropa de abrigo para sus hijos.
Sin embargo, más de dos meses después, ese momento no llega. La poca ayuda humanitaria que Israel permite ingresar no cubre ni remotamente las necesidades mínimas de la población.
Según la ONU, Israel ha rechazado más de 100 solicitudes de organizaciones humanitarias para entregar ayuda.
El portavoz adjunto de la ONU, Farhan Haq, advirtió el 6 de noviembre ante la prensa: “Nuestros socios informan que desde el alto el fuego, las autoridades israelíes han rechazado 107 solicitudes para la entrada de materiales de socorro”. Añadió que las peticiones procedían de más de 30 ONG locales e internacionales.
Las restricciones siguen vigentes a día de hoy.
Habría que estar de acuerdo con quienes quieran llamar a todo esto una nueva forma de genocidio. Un genocidio en cámara lenta, o tal vez un genocidio por desgaste.
Y, sin embargo, cabe preguntarse: ¿cómo explicar esta imposición calculada, despiadada y cruel por parte de Israel —una crueldad que, según diversas encuestas, es respaldada por la mayoría de su población, mientras el resto guarda silencio— contra los palestinos de Gaza y también contra los palestinos de la Cisjordania ocupada?
La banalidad del mal
¿Qué obtiene Israel con esta crueldad? Hoy sabemos que el Estado sionista ha utilizado los territorios ocupados durante estas últimas seis décadas como un espacio de experimentación, donde ensayó nuevas formas de tormento, cultivó métodos inéditos de persecución y buscó de manera maliciosa nuevos sufrimientos para sus víctimas.
Basta con ser una persona razonable, alfabetizada y familiarizada con una disciplina accesible como la psicología para comprender que la imposición de esa crueldad se utiliza como un medio de dominación, destinado a despojar a las víctimas de su capacidad de acción, su dignidad y su sentido de identidad como pueblo.
Idealmente, esto conducirá —según el cálculo de Israel— a una ruptura deseada de la comunidad de las víctimas, así como a la eliminación de sus estructuras sociales, lo que a su vez permitirá a Israel ejercer un control continuo y absoluto sobre sus vidas.
Este comportamiento, por un lado, puede vincularse a formas de psicopatía. Pero también constituye, en el marco del derecho internacional, un crimen contra la humanidad.Mientras tanto, las tropas israelíes se consolidan dentro de la llamada “Línea Amarilla” —una división establecida en el acuerdo de alto el fuego para separar las zonas ocupadas por el ejército israelí— y controlan actualmente el 53% del territorio de Gaza. Se trata de un área donde la población palestina ha sido prácticamente expulsada, que concentra además la mayor parte de las tierras agrícolas del enclave y su único paso fronterizo con Egipto. Todo indica que Tel Aviv pretende permanecer allí de forma permanente.
En un discurso reciente ante las tropas, el jefe del Estado Mayor del Ejército israelí, Eyal Zamir, fue citado diciendo —según una transcripción en inglés difundida por un portavoz militar— que la Línea Amarilla será en adelante “la nueva frontera de Israel” y su “línea de defensa avanzada”, de la que Israel no se retirará. Estos comentarios contradicen claramente el plan de paz de 20 puntos impulsado por el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, que especifica que “Israel no ocupará ni anexará Gaza”.
Quien crea que el Estado sionista va a preocuparse lo más mínimo —o que alguna vez lo haya hecho desde que entró en Palestina hace casi ocho décadas— por los planes de paz y el número de puntos que contienen, peca de autoengaño o no entiende la mentalidad sionista.
Señoras y señores, esto no termina aquí. Esto va para largo.
Aun así, antes de caer en la complacencia, la desesperación o la apatía, contemplemos esta imagen de Gaza.
En medio de su exposición a la violencia asesina y caprichosa de las brutalidades israelíes, así como a la furia de la naturaleza en forma de tormentas, fuertes vientos e inundaciones repentinas —que causaron decenas de muertes y, según se informó, arrasaron tiendas que albergaban a familias desplazadas—, se vio a estudiantes asistiendo a clases en escuelas improvisadas dentro de edificios medio demolidos o en tiendas que habían quedado en pie.
Esta imagen decía mucho tanto sobre el espíritu indomable del pueblo palestino de Gaza como sobre la cruz que el peso acumulado de la historia ha colocado sobre su espalda colectiva.
Ser palestino hoy es, para cada palestino, motivo de orgullo y también una carga.