La contienda entre EE.UU. y China no es simplemente una lucha de poder, sino un choque de sociedades

Las cifras cuentan solo la mitad de la historia en la disputa que han protagonizado Estados Unidos y China. Y las guerras comerciales ocultan más de lo que revelan. Son las sociedades las que proporcionan el contexto real.

By Selcuk Aydin
Los desafíos más apremiantes no son solo geopolíticos sino también sociales.

China y la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (ASEAN), compuesta por 11 miembros, actualizaron recientemente su acuerdo de libre comercio, en medio de una renovada turbulencia en las relaciones de Beijing con el Gobierno de Estados Unidos, en cabeza del presidente Donald Trump.

Antes de la reunión reciente entre Trump y su homólogo de China, Xi Jinping, ambas partes intercambiaron nuevas amenazas sobre aranceles y los elementos de tierras raras.

Sin embargo, ahora anticipan avances en controles de exportación, minerales de tierras raras y reducciones arancelarias, mientras los últimos anuncios de Trump reavivan el debate global sobre el poder económico, las cadenas de suministro y la próxima fase de rivalidad estratégica.

Las cifras del PIB y de las exportaciones son tratadas como indicadores del destino global, como si el futuro del orden mundial pudiera reducirse a hojas de cálculo.

Sin embargo, esta obsesión con los aranceles y la gran estrategia pasa por alto una verdad más profunda: la verdadera contienda entre Estados Unidos y China no se decidirá por el comercio o la tecnología, sino por las sociedades mismas.

Durante décadas, la competencia global se ha enmarcado en dos paradigmas principales: el Consenso de Washington del liberalismo de mercado y el Consenso de Beijing del crecimiento dirigido por el Estado.

Pero es momento de ir más allá de esta dicotomía e imaginar lo que una perspectiva descolonizada vislumbra para la humanidad: un orden mundial multipolar que rechaza todas las formas de expansión colonial, la creciente desigualdad y destrucción ambiental de los modelos de desarrollo actuales para alcanzar la armonía social, así como la sigilosa recolonización visible en la israelización del orden global o la lógica del estado-guerra de un Consenso de Moscú donde la reticencia social es evidente.

A pesar de tales críticas urgentes, los debates sobre la rivalidad entre grandes potencias permanecen confinados a las mismas abstracciones: quién gana, quién concede y quién escribe las reglas.

Lo que este marco pasa por alto es sencillo pero decisivo: el poder perdura no solo a través de las economías o las políticas expansionistas, sino a través de las sociedades que las sostienen.

Es la cohesión social, la legitimidad moral y la adaptabilidad institucional —no meramente los ejércitos o el PIB— lo que determina quién sobrevive y quién colapsa.

Más allá de las políticas de poder y la supremacía de Europa

La historia lo demuestra claramente. El ascenso y la caída de los imperios siempre han dependido no solo de presiones externas sino también, y más importante aún, de dinámicas internas.

Las estrategias de desarrollo no occidentales del siglo XIX comenzaron con un fuerte énfasis en la modernización militar, pero pronto se expandieron para incluir profundas reformas sociales a través del Imperio Otomano (y posteriormente Türkiye), China, Rusia e Irán.

Incluso la descolonización no fue simplemente antioccidental: estuvo moldeada por el propio camino de occidentalización para el desarrollo.

Occidente proporcionó durante mucho tiempo el modelo tanto para el Estado como para la sociedad en la era moderna. Sin embargo, hoy este ejemplo ya no es inobjetable.

Los desafíos más apremiantes no son solo geopolíticos sino también sociales. La polarización, la desigualdad, la migración, el declive demográfico, la soledad y las crisis de legitimidad sacuden las sociedades occidentales desde Europa hasta Estados Unidos, e incluso en contextos no occidentales que han sido occidentalizados.

Los enfoques críticos y locales, como destacan pensadores de la descolonización como Walter Mignolo, desafían la universalidad y la supremacía epistémica de la sociología occidental y proponen marcos alternativos arraigados en historias propias.

La competencia entre grandes potencias no puede comprenderse únicamente a través de miradas militares o económicas: también debe enfrentar estas fracturas sociales en Occidente y el surgimiento de narrativas locales y discursos civilizatorios en otros lugares.

La crisis de Estados Unidos, la cuestión de China

Miremos a Estados Unidos. Según criterios económicos, militares y políticos, sigue siendo la potencia preeminente del mundo.

Sin embargo, su mayor adversario puede ser interno. Desde el creciente consumo de drogas y la violencia armada hasta las amargas guerras culturales, las fracturas internas de Estados Unidos exponen vulnerabilidades más profundas que cualquier desafío externo.

Alguna vez un país que proyectó valores liberales, el llamado “sueño americano” y el ecumenismo religioso e ideológico, Estados Unidos ahora enfrenta crisis de legitimidad en su propio territorio y de credibilidad en el extranjero.

Su complicidad en catástrofes humanitarias, como el genocidio en Gaza, erosiona aún más su autoridad moral.

China, por otro lado, presenta un panorama diferente. La delincuencia y la falta de vivienda son bajas, los vicios como las drogas y el juego están estrictamente reprimidos, las ciudades son seguras y el Estado parece socialmente funcional.

El modelo chino de gobernanza se construye sobre la obediencia total de sus ciudadanos, lo que le otorga a Beijing una destacada capacidad de movilización. Pero también expone sus propias debilidades.

La política del hijo único ilustra ambos lados. Al principio fue un rotundo éxito social y económico mediante el control de la natalidad, pero dejó tras de sí un declive demográfico, vínculos familiares debilitados y una creciente atomización social, socavando la fortaleza a largo plazo de China.

Este sistema estatal funcional y poderoso ahora enfrenta limitaciones para cambiar la narrativa en la vida cotidiana y conducir al aumento de la tasa de natalidad.

Como advirtió el profesor emérito de Harvard en estudios sobre China, Martin K. Whyte, acerca del declive poblacional: "Ten cuidado con lo que deseas".

Una sociedad que obedece puede lograr cambios rápidos, pero el cumplimiento sin cuestionamientos puede acarrear consecuencias no deseadas que se despliegan a largo plazo, más allá de las ganancias de una sola generación.

Al mismo tiempo, China se define no simplemente como un Estado sino como una civilización, junto con sus ideas marxistas revolucionarias.

Ha absorbido durante mucho tiempo influencias externas en sus narrativas históricas y contemporáneas, tratando a los mongoles como la dinastía Yuan en lugar de bárbaros, e incorporando comunidades musulmanas desde sus primeros encuentros con el islam en la civilización china, lo que también atrae críticas contra los conceptos del islam con características chinas.

Esta historiografía inclusiva otorga a China resiliencia y continuidad.

Sin embargo, la pregunta permanece: ¿puede tal proyecto de civilización proyectar una visión ecuménica apta para un orden global, o seguirá siendo una narrativa nacional delimitada?

En un mundo interconectado, el poder no se asegura solo por el territorio: requiere una idea que pueda conectar con otros, abordar la migración e interactuar con poblaciones en ascenso en África y más allá.

 

La lección soviética para el mañana

La Unión Soviética ofrece una historia aleccionadora. No colapsó debido a debilidad militar sino por un fracaso social. Una sociedad que ya no creía en su propia visión no pudo perdurar.

La lección es clara: el poder no se trata solo de datos, armamento o producción económica. Se trata de las realidades sociales que hacen sostenible el poder.

La competencia entre grandes potencias, entonces, no es simplemente sobre política global. También es sociológica.

Los Estados pueden competir en el escenario global, pero las sociedades deciden su destino. Para comprender el futuro del orden mundial, debemos mirar no solo a la geopolítica sino también a las corrientes sociales más profundas que moldean los destinos de las naciones.