Con el rostro cubierto de polvo y escombros, el pequeño Mohammed al-Yazji apenas susurró: “Ah… estoy bien”, intentando tranquilizar a los rescatistas que lo sacaron de lo que quedaba de su casa en Ciudad de Gaza.
Ese frágil intento de calma contrasta con la brutal realidad: los barrios de Sabra y el campo de refugiados de al-Shati son hoy el epicentro de los ataques israelíes. Miles de familias se concentran allí porque apenas queda un poco de agua potable y acceso a alimentos, pero la ofensiva militar los empuja hacia carreteras costeras y zonas centrales cada vez más mortales.
Drones, aviones de combate y vehículos explosivos teledirigidos arrasan lo poco que sigue en pie, demoliendo torres residenciales y vaciando barrios enteros en un intento de despoblación forzada. El testimonio de Mohammed no es solo el de un niño herido: es la voz de una infancia atrapada en un genocidio que convierte la supervivencia en un milagro cotidiano.