En plena noche de este martes, el primer ministro de Israel, Benjamín Netanyahu, ordenó nuevos ataques contra Gaza, asegurando sin pruebas que el grupo de resistencia palestino Hamás había violado el alto el fuego.
Este guión es dolorosamente conocido: declaraciones públicas de incumplimiento al acuerdo, argumentos de una necesidad militar y promesas de una "respuesta".
Sin embargo, nada de esto oculta la realidad fundamental: el genocidio nunca paró.
Más de 100 palestinos fueron asesinados en las semanas posteriores a la entrada en vigencia del acuerdo de alto el fuego. Y, en la última escalada, Israel mató a 104 personas en una sola noche, incluidos al menos 35 niños.
Para los palestinos en Gaza, las bombas pudieron haberse detenido temporalmente, pero la matanza nunca cesó. Lo que el mundo ha presenciado no es un alto el fuego. Es apenas un breve intermedio en la destrucción sistemática de una población civil asediada.
Netanyahu simplemente está buscando una excusa para reiniciar su maquinaria completa de genocidio.
Su gobierno nunca ha ocultado esa ambición. Ministros de extrema derecha como Itamar Ben-Gvir y Bezalel Smotrich han exigido repetidamente que se reanuden los bombardeos a gran escala y las ofensivas terrestres.
Cualquier desaceleración de la escalada militar es retratada por figuras de este talante como una debilidad, o incluso traición. Estos no son agitadores marginales, son figuras de alto rango que dirigen la política.
Su presión es consistente y su mensaje es explícito: Gaza debe seguir siendo un objetivo. Ningún alto el fuego, sin importar cuán frágil sea, estuvo jamás destinado a lograr la paz.
Israel insiste en que estos nuevos ataques son reactivos, forzados por acciones palestinas.
Pero la historia demuestra que un estado comprometido con devastar a otro pueblo rara vez tiene dificultades para encontrar un pretexto.
Cuando hay un genocidio en curso, la justificación se convierte en una actuación precisa. Califican a las víctimas como amenazas. Fabrican la necesidad de la autodefensa. Presentan la violencia abrumadora como una obligación reluctante.
Luego confían en que las potencias globales asientan en concordancia.
La ofensiva interminable de Netanyahu
Detener este genocidio exigiría que el liderazgo de Israel enfrente responsabilidades políticas y legales.
Netanyahu enfrenta una enorme presión dentro de Israel sus fracasos anteriores. De manera que un alto el fuego permanente acabaría con la ilusión de que la ofensiva sin fin es de alguna manera en interés de Israel o de su seguridad. Expondría el colapso moral en el corazón de su gobierno.
La continuación del genocidio se convierte en su armadura política.
Mientras los palestinos sigan muriendo, la conversación pública dentro de Israel permanece enfocada en el mito de la "victoria" en lugar de la verdad de la catástrofe.
Mientras aquellos en el poder practican estos juegos políticos, el pueblo de Gaza solo enfrenta las consecuencias.
Sus días en medio del alto el fuego, no fueron días de seguridad. El desplazamiento siguió siendo total. El hambre se intensificó. El agua potable se mantuvo escasa. Los hospitales carecían de suministros básicos.
Los niños se iban a dormir sin saber si despertarían. Los civiles morían por heridas no tratadas, enfermedades curables y hambruna.
La ausencia de bombas no trajo la presencia de vida. La supervivencia bajo asedio sigue siendo una forma de violencia.
Los que apoyan a Israel en el exterior continúan enfatizando la cautela y el equilibrio en su discurso público. Instan a la moderación mientras proporcionan armas. Expresan preocupación mientras ofrecen cobertura diplomática. La contradicción brilla con luz propia.
Si la comunidad internacional realmente creyera que la matanza debe detenerse, dejaría de facilitarla. Si las vidas palestinas tuvieran el mismo peso moral, la respuesta reflejaría esa urgencia.
La brecha entre palabras y hechos revela complicidad.
Cada nuevo ataque profundiza esta mancha. El ataque del martes por la noche demostró algo que debería haber sido obvio hace mucho tiempo: nunca hubo un compromiso con la paz.
Solo hubo una pausa estratégica para reagruparse, recargarse y asegurar a los aliados que Israel aún actuaba dentro del marco de la "legitimidad internacional". Mientras tanto, en el terreno, los cráteres de las bombas nunca se enfriaron completamente.
Genocidio bajo el disfraz de un alto el fuego
Netanyahu y sus ministros han hablado abiertamente de intenciones que deberían horrorizar a cualquier sociedad que afirme valorar los derechos humanos.
Su visión para Gaza no incluye seguridad, dignidad o libertad para su gente.
Incluye dominación, desplazamiento y devastación. Hablan como si los palestinos fueran obstáculos en lugar de seres humanos. Ese lenguaje crea un mundo donde el genocidio puede ser negado, incluso mientras se desarrolla a plena luz del día.
Un alto el fuego que todavía incluye masacres no es un alto el fuego. Es un escudo lingüístico para la violencia.
Permite que los diplomáticos se sientan útiles mientras los civiles sangran. Crea titulares de "progreso" mientras las familias cavan tumbas. Tranquiliza a los observadores distantes de que la crisis está siendo manejada, de que el mundo no está abandonando su conciencia, incluso mientras hace exactamente eso.
La pregunta que el mundo debe enfrentar ahora es brutalmente simple.
¿Cuántas veces más se le permitirá a Israel reiniciar este genocidio antes de que la palabra "alto el fuego" deje de usarse para describir sus pausas?
¿Qué cuenta siquiera como paz en un lugar donde la supervivencia misma es un acto de resistencia?
Todavía hay tiempo para una respuesta diferente a la que se ha dado hasta ahora.
Sin embargo, el tiempo se está agotando. Cada nueva explosión lo acorta aún más. Cada vida perdida subraya la urgencia. La comunidad internacional debe confrontar lo que está facilitando. No mañana. No después de la próxima ronda de negociaciones. Ahora.
Porque si esto es lo que el mundo llama un alto el fuego, ¿qué palabra queda para el genocidio?










