En los últimos años, el término “Antropoceno” se ha convertido en una palabra omnipresente para hablar de la crisis ecológica global. Este concepto designa la era geológica en la que la huella humana es tan profunda que altera el clima, la biodiversidad y los ciclos mismos del planeta.
Sin embargo, detrás de este consenso aparente se esconde un problema: el Antropoceno, en su definición más común, asume una humanidad única y homogénea, un “hombre” abstracto y universal responsable del desastre. Ese hombre —blanco, occidental, industrial— habla como si fuera la humanidad, borrando otras formas de ser y de relacionarse con el mundo del resto de los seres humanos.
Es aquí donde el pensamiento de Marisol de la Cadena, antropóloga peruana, resulta decisivo. En su obra “Earth Beings” (2015) presenta un diálogo prolongado con Mariano y Nazario Turpo, campesinos quechuas de Cuzco, para quienes las montañas no son meras formaciones geológicas sino seres vivos, con agencia y voz. A estos seres los llama “seres-tierra”.
La noción es sencilla en su formulación, pero radical en sus consecuencias: si las montañas son seres con los que se conversa, entonces las relaciones ecológicas dejan de ser una cuestión de “recursos naturales” para convertirse en vínculos entre sujetos.
Este planteamiento forma parte de lo que algunos llaman el “giro ontológico” en antropología. A diferencia de las corrientes más clásicas, que interpretaban las creencias indígenas como símbolos o metáforas de procesos sociales, esta antropología toma las afirmaciones de sus interlocutores en serio.
Así, cuando un campesino andino dice que la montaña habla, no está usando una figura retórica: desde su mundo, esa afirmación es tan literal como que el agua fluye o el Sol calienta. El papel del antropólogo, entonces, no es traducir esas palabras a categorías occidentales y académicas, sino aceptar que existen múltiples formas de realidad que coexisten, incluso si son parcialmente incomunicables.
No son meros recursos, son personas no-humanas
Lo más interesante es que esta no es una cuestión cultural o ideológica, sino profundamente política. Las luchas de comunidades indígenas contra la minería o la deforestación no se entienden plenamente si se las reduce a conflictos por “recursos”. Lo que está en juego es la vida de seres con los que estas comunidades mantienen relaciones de reciprocidad y cuidado. Y cuando el Estado o las empresas ignoran esto, no solo violan derechos humanos: están cometiendo, desde el punto de vista de esos seres, actos de violencia contra personas-no-humanas.
En América Latina, esta perspectiva ha sido crucial para movimientos que defienden el territorio. En Ecuador y Bolivia, por ejemplo, las constituciones han reconocido los “derechos de la naturaleza”, inspirándose en cosmovisiones indígenas.
Aunque estos avances legales están llenos de contradicciones y desafíos prácticos, sí muestran cómo el pensamiento indígena puede influir en las instituciones modernas.
La antropóloga De la Cadena no propone convertir estas visiones en “cultura” para museos, sino reconocerlas como formas vivas de conocimiento y relación, imprescindibles en un planeta en crisis.
El eco de estas ideas resuena también en África. En el mundo bantú, la noción de “ntu” une a humanos, animales, plantas y fuerzas invisibles en una red ontológica común. Estas formas de vida comparten con los “seres-tierra” andinos la certeza de que lo humano no está separado de lo no-humano.
Los guardianes invisibles del desierto africano
En el África de mayoría musulmana, además, la relación con el mundo no-humano se articula en clave espiritual: las enseñanzas transmitidas desde Marruecos hasta Sudán recuerdan que los montes, ríos y desiertos están habitados por presencias que interceden y protegen.
Los relatos de los maestros en el Sahel describen encuentros con espíritus llamados “genios”, guardianes invisibles del desierto, en una continuidad que, aunque con un lenguaje distinto, no está tan alejada de la relación que los quechuas mantienen con sus “seres-tierra”.
Este reconocimiento de la agencia de lo no-humano forma parte de un saber tradicional que, aunque eclipsado por los remanentes del colonialismo, las políticas extractivistas, sigue vivo en la memoria colectiva y en las prácticas espirituales.
La relevancia de estas perspectivas en el Antropoceno no es solo regional. Occidente, atrapado en un modelo de desarrollo que ha convertido la Tierra en una máquina de insumos, enfrenta ahora las consecuencias de su propia lógica.
El colapso climático, la pérdida masiva de biodiversidad y la crisis del agua no se resolverán únicamente con más tecnología. Hace falta repensar el lugar del ser humano en el mundo, y ahí el diálogo con las ontologías indígenas, africanas y musulmanas no es un lujo académico, sino una necesidad existencial.
Esto no significa idealizar o romantizar a las comunidades que viven en relación con los “seres-tierra”. De la Cadena insiste en que estos vínculos no son idílicos: están atravesados por tensiones, ambivalencias y cambios.
Los “seres-tierra” no son siempre benévolos: pueden exigir sacrificios, imponer restricciones o incluso volverse peligrosos si son ofendidos. Lo importante es que se reconoce su autonomía y su capacidad de afectar el mundo humano, algo que el pensamiento moderno ha olvidado casi por completo.
La disposición a escuchar, clave en el cambio de miradas
La posible aplicación en el Norte Global pasa, en primer lugar, por una disposición a escuchar. Esto no es tan fácil como parece. Escuchar, en este caso, implica aceptar que nuestras categorías de “realidad”, “verdad” o “prueba” no son universales.
Y eso significa reconocer que un bosque puede ser, a la vez, un ecosistema según la biología, un recurso maderero para una empresa y un ancestro protector para un pueblo indígena. Ninguna de estas descripciones es más “real” que otra, lo que cambia es la ontología desde la que se habla.
Algunos movimientos ambientales en el Norte Global ya han empezado a explorar estos caminos. En Nueva Zelanda, por ejemplo, el río Whanganui ha sido reconocido legalmente como sujeto de derechos, siguiendo la cosmovisión maorí. En Canadá, ciertos proyectos de conservación incorporan el conocimiento de las Primeras Naciones no como complemento “cultural”, sino como parte esencial de la gestión del territorio.
El desafío, sin embargo, es profundo. La modernidad occidental se ha construido sobre una separación radical entre naturaleza y cultura, como diagnosticaba el recientemente fallecido antropólogo francés Bruno Latour. Romper esa dicotomía exige más que cambiar leyes o políticas: requiere una transformación en la sensibilidad, en la forma de percibir y habitar el mundo.
No se trata de una mera importación de ideas exóticas, sino un espejo que nos obliga a reconocer nuestras propias limitaciones existenciales. Pues en última instancia, el aporte de Marisol de la Cadena y de la antropología ontológica es recordarnos que no existe un único mundo compartido por todos, sino un “pluriverso” de mundos parcialmente conectados.
América Latina y África han vivido, y siguen viviendo, las consecuencias más duras de un sistema global que trata a la tierra como mercancía. Pero también guardan saberes y prácticas que pueden inspirar una salida de la crisis planetaria. El Norte Global, por su parte, tiene la oportunidad —y la responsabilidad— de aprender de estos mundos sin reducirlos a folclore o curiosidad museística.
Esta es una conexión que merece ser explorada con más detenimiento y que abordo en un estudio de próxima publicación en la editorial Almuzara: “Esoterismo Islámico”. Allí examinaré cómo estos mundos olvidados, junto con las relaciones espirituales con el mundo no-humano en la visión islámica, pueden contribuir a replantear nuestra presencia en la Tierra en tiempos de Antropoceno.
Porque, en el fondo, el mensaje que transmiten —y que resuena también en las montañas quechuas de Perú y en el desierto del Sahara— es tan antiguo como urgente: la tierra no es muda. Habla, escucha y responde. La pregunta es si nosotros, en el ruido de nuestras máquinas y mercados de valores, todavía podemos oírla.















