Palestina, Gaza – “Regresar al norte de Gaza fue como volver a la vida. Aquí nací y crecí. Y es aquí donde quiero morir y que me entierren, junto a mi hijo, mi hija y mi nieto pequeño”, señala Ayman Rihan, un padre palestino de 61 años y profesor de periodismo, en diálogo con TRT Español.
Los últimos años han marcado un quiebre radical con la vida familiar y estable que Ayman llevaba en el este de Yabalia, en el norte de Gaza. En este lugar, conocido por sus huertos de cítricos, el padre de ocho había construido una vida de contacto cercano con la naturaleza. Poco después de su oración al amanecer, cuidaba la tierra y tomaba una infusión de hierbas hecha con hojas de su propio jardín.
Tras impartir clases en una universidad de la Ciudad de Gaza, Ayman visitaba la casa de su hija mayor, Amina, y a sus nietos: Siwar, de 8 años; Abdallah, de 6; y Rose, de 4. “Sentía una gran alegría cuando pasaba tiempo con Amina y los niños. Su risa siempre cambiaba mi ánimo y llenaba de vida toda la casa”, recuerda.
Pero, como cientos de miles de palestinos en Gaza, Ayman aún trata de asimilar la pérdida de sus familiares en medio del genocidio israelí. Sobre todo, ahora con el regreso a las zonas donde habitaban antes de que comenzara la brutal ofensiva de Tel Aviv contra el enclave en octubre de 2023, cuando la vida se convirtió de inmediato en una pesadilla, empezando por el desplazamiento forzado.
Bombas, desplazamiento y hambruna
“Estaba regando las plantas del jardín como siempre cuando, de repente, el estruendo de las bombas y de los disparos llegó de todas partes, cada vez más cerca de nuestra casa. Estábamos aterrados y en peligro real. Tuvimos que evacuar”, relata. “El bombardeo era tan intenso que pedí a mi familia salir de dos en dos para intentar evitar los proyectiles. Solo nos llevamos algo de ropa. Pensé que los ataques durarían unos días o unas semanas”, continúa.
Ayman recuerda que, en un principio, él y su familia se resistieron a cumplir las órdenes de evacuación de Israel. “Pertenecemos a esta tierra. Permanecimos en ella pese a los bombardeos, la destrucción, el hambre y la pérdida”, añade.
Durante la ofensiva israelí en el norte de Gaza, la casa de Ayman fue destruida, lo que obligó a la familia a huir y reubicarse al menos 13 veces. “Con cada incursión teníamos que dejarlo todo atrás. Tocaba empezar de cero cada vez: nuevas tiendas, ropa, colchones, mantas y artículos básicos. Pese a todo el sufrimiento, nos mantuvimos firmes en el norte de Gaza”, explica.
La pérdida de los seres queridos
“La ocupación israelí ha utilizado el hambre como arma para matar palestinos y quebrar nuestra firmeza”, subraya Ayman, quien gastó todos sus ahorros en comida y refugio. “Nos vimos obligados a comer alimentos para animales y plantas silvestres para seguir vivos”.
Pero la herida más profunda llegó con la muerte de sus seres queridos ese mismo año. En enero de 2025, un bombardeo israelí mató a su hija Amina y a su hijo Abdallah en su casa de Yabalia.
“Quedamos destrozados. Amina era mi primogénita”, explica Ayman, subrayando el lugar especial que ocupa el hijo mayor en la cultura palestina, y el gesto entrañable de su hija al abrir su casa a la familia al comienzo del genocidio. “Ella y mi nieto traían alegría a toda la familia. Era una madre maravillosa y cariñosa. Sentí que perdí una parte de mi alma”, lamenta.
Esa muerte evocó otro dolor: el fallecimiento de su hijo Ahmed, de 17 años, víctima de cáncer durante la ofensiva israelí de 2021. A pesar de ser un adolescente brillante y creativo como recuerda, su vida se truncó de golpe y fue enterrado en Yabalia.
“Un camino del infierno hacia lo desconocido”
A finales de septiembre de 2025, las fuerzas israelíes ocuparon más del 90% del norte de Gaza, avanzando hacia barrios del oeste donde miles de palestinos desplazados –entre ellos Ayman y su familia– buscaban refugio en medio de intensos bombardeos y ataques terrestres.
“Cada día nuestra área se volvía más peligrosa. Los tanques se acercaban. Balas, metralla, drones: todo caía sobre nosotros”, recuerda Ayman. “Veía decenas de muertos y heridos cada día. La gente empezó a huir hacia el sur. Era evidente que la ocupación pretendía destruir completamente la zona”, añade.
Ayman reflexiona sobre la “decisión increíblemente difícil” de marcharse sin refugio ni dinero. “Mis hijas estaban aterradas y desesperadas, lloraban diciendo que era mejor quedarnos y morir en el norte de Gaza. Pero era evidente que quedarse significaba una muerte segura. Tenía que elegir la vida para ellas”, comenta.
El bloqueo elevó el precio del viaje del norte al sur de Gaza a entre 1.000 y 2.000 dólares, una suma imposible para él.
“La única opción fue caminar. Las balas y las bombas israelíes cayeron cerca de nosotros todo el camino. Fue un camino del infierno hacia lo desconocido. Estábamos agotados física y mentalmente”, relata. “El corazón me pesaba de pena y miedo. A cada paso miraba hacia atrás, hacia el norte devastado”.
El padre insistió en que debía regresar “lo antes posible”, con la voz quebrándose. “Mis hijos están enterrados allí. No puedo vivir lejos de ellos”.
“Extraños en nuestra propia tierra”
Tras más de 10 horas caminando, llegaron a Al-Zawayda, en el centro de Gaza, a unos 17 kilómetros del norte. Avanzaron entre tiendas y callejones estrechos buscando un lugar donde descansar al caer la noche. “Nos sentíamos perdidos. El genocidio israelí nos convirtió en extraños en nuestra propia tierra”, apunta.
Un hombre del lugar ofreció a Ayman y su familia refugio en su olivar, proporcionándoles una lona y algo de madera. Con la ayuda de sus hijas Sundus, de 21 años, y Saba, de 15, Ayman levantó una pequeña tienda entre los árboles y un baño rudimentario en una esquina.
“La forma de aquel refugio primitivo me recordó a un documental sobre los nativos americanos. Entonces comprendí lo parecidos que son nuestros sufrimientos. Ambos pueblos fueron sometidos a genocidio y limpieza étnica, y les arrebataron sus tierras. Es trágico que crímenes así sigan ocurriendo ante los ojos del mundo”, dice.
Bajo el bloqueo y el desplazamiento, las necesidades básicas se volvieron un desafío constante.
“Conseguir cada comida y cada recipiente de agua era todo un desafío. Compartíamos una comida al día. Cada bocado venía mezclado con dolor y tristeza”, recuerda Ayman. “Incluso cuando la ocupación permitía la entrada de ciertos productos, no podíamos pagarlos”.
La cosecha de aceitunas
Sin embargo, la cosecha anual de aceitunas ofreció un pequeño respiro. Ayman y sus familiares ayudaron a los dueños de las tierras a recoger aceitunas y podar los árboles. Al recogerlas, machacarlas suavemente con una piedra, espolvorearlas con sal y dejarlas al sol para que maduraran, Ayman pudo explicarle esa tradición palestina a su familia.
“Me dio un destello de esperanza. Me recordó mi jardín en casa. Me sentí de nuevo conectado con la tierra”, dice. “Me reconfortó ver a mis hijas tan interesadas, esperando con ilusión alrededor del plato de aceitunas todo el día. Fue el único momento en que las vi sonreír”.
Sembrar vida entre la pérdida y el dolor
El 8 de octubre de 2025 se anunció el acuerdo de alto el fuego en Gaza. Al día siguiente, Israel disminuyó temporalmente las operaciones y se retiró de algunas posiciones. Miles de palestinos desplazados comenzaron a regresar inmediatamente al norte del enclave. “Estábamos desbordados de alegría. Volver se sentía como ver un sueño cumplido. Fuimos de los primeros en regresar”, recuerda Ayman.
Ayman y su familia llegaron al norte de Gaza alrededor de las 10 p.m., sin poder volver a Yabalia, gran parte de la cual seguía bajo control israelí. Instalaron una tienda en lo que fue la Plaza y Parque del Soldado Desconocido, en la Ciudad de Gaza. Construida en 1956 para honrar a los soldados que defendieron Palestina, destruida en 1967 y reconstruida en la década de 1990, hoy sirve como campamento para desplazados tras ser arrasada nuevamente por excavadoras israelíes.
Pero este lugar tiene un significado especial para Ayman.
“A pesar de la destrucción y de las condiciones catastróficas, volver al norte fue como volver a la vida. Por fin visité las tumbas de mi hija, mi hijo y mi nieto. Sentí una mezcla de dolor y pena, pero también alivio porque estaba de nuevo junto a ellos”.
Hoy Ayman sigue lidiando con sus pérdidas, mientras sus nietas continúan levantándole el ánimo. “Ellas traen felicidad y risas. Hago todo lo posible para que sus visitas sean especiales. Les compro la mejor comida que puedo, juego con ellas, les cuento historias. Quiero compensarles, aunque sea un poco, por los horrores que vivieron”, señala.
Mientras varias generaciones de la familia de Ayman descansan en el norte de Gaza y otras, como sus nietas, sueñan con su futuro, él continúa con el trabajo que mantiene a los palestinos arraigados a su tierra, comprando semillas para los cultivos de invierno. “Las plantaré junto a mi tienda”, concluye. “Nuestro amor y nuestro vínculo con la tierra no pueden romperse”.


















