Es domingo y, por primera vez en semanas, la lluvia da una tregua a la Ciudad de México. En la plaza principal del centro de Tlalpan, en el sur de la metrópoli, un abuelo y su nieto disfrutan de los rayos del sol sentados en una banca, mientras un par de niños corren alrededor del quiosco y varios comerciantes buscan concretar una venta. Ahí mismo, Shorouk, Mohammad, Shadi y Alma Abed aprovechan el buen clima para caminar, mientras Murad empuja sonriente un carro verde fosforescente donde va sentado su hermano Kenan.
Han pasado casi seis meses desde que la familia palestina Abed pisó por primera vez tierra mexicana. Ese día, en el aeropuerto internacional en la capital, entre gritos de apoyo y lágrimas, Alma, de 13 años, expresó con la voz entrecortada y un español improvisado: “¡Gracias, México, por ayudarnos a salvar nuestra vida!”. Sus palabras marcaron el fin de un largo viaje desde Gaza, devastada por un genocidio en el que Israel ha asesinado a más de 69.000 palestinos.
La vida en Gaza
Mohammad Abed, de 36 años, sobrevivió a la ofensiva genocida israelí en Gaza, que se ha extendido por más de dos años, antes de decidir dejar atrás todo lo conocido con su familia en mayo pasado. Buscaban no solo seguridad, sino también la oportunidad de reconstruir su destino en un país extranjero, lejos del ruido de los bombardeos y con la esperanza de un futuro mejor para sus hijos.
“Es muy difícil no tener hogar. Allí teníamos una casa bonita, solo para nosotros. Mi esposa y yo trabajamos mucho para construirla, pero la bombardearon y ahora no queda nada. Lo que más deseo es una casa para mi familia, para darles un futuro aquí en México”, evoca Mohammad en conversación con TRT Español.
Gran parte de los integrantes de la familia Abed ha vivido al menos seis guerras. Han soportado el estruendo constante de las bombas, han sentido cómo todo tiembla con cada explosión y han observado al fuego devastar su entorno. Mientras intentaban sobrevivir en medio del caos y la destrucción que marcó sus días y noches en Gaza, vieron las calles llenas de cuerpos sin vida y se despidieron para siempre de decenas de conocidos y familiares.
Una lucha incansable
La llegada de los Abed fue fruto de una ardua lucha iniciada en 2024 por Shadi, refugiado palestino en México desde 2018, y su padre, Kamal Abed, mexicano-palestino que salió de Gaza en 2010, tras perder su negocio de mármol y sufrir otra guerra con Israel en 2008.
Kamal falleció en marzo de 2024, pero su hijo decidió continuar la misión de poner a salvo a su familia. Con el apoyo del colectivo De Gaza a México, la Clínica Jurídica para Personas Refugiadas de la Universidad Iberoamericana y la intervención de la Secretaría de Relaciones Exteriores mexicana, Shadi realizó las solicitudes correspondientes en Egipto. Finalmente, tras meses de gestiones, la familia llegó a México para comenzar una nueva vida en mayo de este año.
Hoy, los 18 miembros de la familia Abed —10 adultos y ocho niños cuyas edades oscilan entre los 67 y los tres años de edad—, enfrentan una nueva batalla: curar las heridas y reconstruir su vida desde cero en un país con una cultura y un idioma muy diferentes a los suyos.
Un nuevo hogar entre retos y nostalgias
Frente al jardín de una casa construida a finales del siglo XIX —que fue residencia del presidente mexicano Adolfo López Mateos y hoy es sede de un centro cultural—, Mohammad le comenta entre risas a su esposa Shorouk, de 32, y a su primo Shadi, de 34: “Tal vez podríamos mudarnos aquí. Traemos nuestras cosas y nos instalamos”.
Aunque en tono de broma, su comentario revela cuánto extraña tener una casa propia y el dolor de perder su hogar en Gaza, destruido por los bombardeos. En México, la familia Abed —excepto Shadi, que vive a 110 kilómetros en el Estado de México— reside en una casa-refugio en el centro de Tlalpan.
Shorouk coincide: la vida en la casa-refugio es dura. Hay horarios estrictos de salida, solo entre las 7 a.m. y las 5 p.m., la cocina puede usarse un tiempo limitado, y las camas de uso previo han provocado problemas de salud por insectos. Mientras su madre habla, Murad muestra en sus brazos varias picaduras que parecen ser de chinches.
“Estamos muy agradecidos, pero quisiera sentirme en casa, más libre”, dice Shorouk. “Respeto la cultura mexicana, pero por mi cultura no puedo quitarme el hiyab si no estoy en mi hogar. Aquí hay más refugiados como nosotros y por eso no me lo quito, aunque es incómodo”.
Shadi explica que otro gran obstáculo ha sido el idioma. “Mohammad es ingeniero en sistemas y Shorouk hacía trabajo social; ganaban bien, pero aquí no pueden ejercer porque no dominan el español”, dice el comerciante que ayuda a traducir las palabras de sus familiares. “Comunicarse ha sido un gran reto para toda la familia estos primeros meses”.
En cuanto a los niños, Shorouk comparte que la escuela también ha sido difícil. “Quisiera ayudarles, pero aún no entiendo los textos. Más adelante aprenderé”, dice con entusiasmo.
Cocinar para vivir
Una carpa y dos tablones cubiertos con un mantel sirven de escaparate para mostrar los platillos que la familia Abed preparó para vender en la Jornada por Palestina, organizada por el Colegio de México, una institución de educación superior especializada en ciencias sociales y humanidades.
Nashaat y Mohammad Abed acomodan cuidadosamente los recipientes con hojas de parra, kofta, arroz, hummus, pan palestino, una amplia variedad de postres, “auténtico café árabe” y agua fresca, sabores llenos de historia, como los que disfrutaban en las calles de Gaza. Cada plato lleva consigo recuerdos de la infancia, fragmentos de dolor y sueños que se mezclan en el aroma y sabor de su cocina tradicional. La venta comienza a las 12 del día y en pocos minutos alumnos, profesores y asistentes forman fila para adquirir los productos.
Con un español básico y apoyados en un traductor en su teléfono, los hermanos Abed atienden a los clientes. Explican qué ofrecen, preguntan “¿Cuánto quieren?”, sirven la comida y los postres, sonríen y cobran. También invitan a seguirlos en redes sociales. Luego repiten el proceso una y otra vez.
Las porciones preparadas para 100 personas, con la ayuda de toda la familia, se terminan en poco más de una hora. “Ya solo nos queda agua y café. Lo siento”, dice Mohammad con algo de pena. “Pero mañana habrá más”, agrega con una sonrisa.
Nashaat, de 39 años, cuenta que desde que llegaron a México, preparar comida se ha convertido en su sustento. Aunque ni él ni su familia son cocineros profesionales, esta actividad les permite salir adelante. “Además, es la forma más rápida y sincera de ganarse el corazón de las personas”, añade Nashaat, comerciante de profesión.
A través de redes sociales, los Abed reciben pedidos y cocinan de lunes a viernes en la casa-refugio. Los sábados y domingos se encargan de hacer entregas o envíos de los platillos.
“Es abrumador el recibimiento que ha tenido la comida que preparamos”, comenta Nashaat apresurado, pues a las 3 p.m. debe recoger a su hija Alma en la escuela. “El sueño es abrir un restaurante en el futuro, pero hace falta dinero. El dinero siempre es lo complejo”.
Hay futuro en México
Aunque el acuerdo del alto el fuego en Gaza, que entró en vigor el pasado 10 de octubre, ha traído cierta pausa en los bombardeos y la liberación de prisioneros palestinos, la familia Abed no cambia sus planes.
Los más jóvenes han vuelto a la escuela tras dos años de ausencia y ahora toman clases en español e inglés. Alma, que cumplirá 14 años en noviembre, tiene muchas ganas de “hacer cosas”. Quiere ayudar a su familia, a México y, algún día, convertirse en embajadora de Palestina.
“Todavía soy chiquita, pero en siete u ocho años voy a hacer algo grande por México, porque este país nos ha abrazado fuerte y eso nunca lo voy a olvidar”, dice con convicción la pequeña de ojos claros.
Murad, de 9 años, reitera alegre: “Estamos felices. Estamos en la escuela y ya no escuchamos las bombas”. Kenan, de solo tres años, lo interrumpe cantando una canción en árabe: “Soy Kenan, soy maravilloso”.
Después de todo lo que soportaron en Gaza —la destrucción, la muerte y el hambre— Mohammad y Shorouk los observan con amor en este nuevo capítulo de sus vidas. Poco después, revelan una esperanza compartida: en menos de nueve meses serán padres. Mohammad concluye con orgullo: “Va a ser mexicano”.




















